Reflexiones

Mi descubrimiento de la fotografía

Mi interés por la fotografía surgió el día en que mi padre, por mi décimoquinto cumpleaños, me regaló una cámara Voigtlander de 35 milímetros. Con aquella cámara había que hacerlo todo: calcular el tiempo de exposición, la distancia focal, la apertura de diafragma, etc. Pero valía la pena: todavía conservo aquellas primeras fotos que hice desde la ventana de mi casa en Tánger: el difunto, en unas parihuelas llevada a hombros por familiares y amigos, camino al cementerio a la salida del barrio moruno de la Emsallah; los sefarditas, durante el sabbath, camino a la sinagoga; el burrito con la carga de leña, camino a la tahona de Abdselam; las rifeñas, camino al Zoco Grande, con su su humilde mercancía de huevos, legumbres, naranjas y limones.

Descubrir el mundo de la fotografía supuso para mí una auténtica iluminación, una toma de conciencia, una zambullida en un mar inexplorado. Y así, en busca de la imagen perdida, en aquella jungla icónica que me rodeaba, alerta, con emoción contenida, me aventuré —y ya para siempre— a salir a la calle, al campo, armado siempre de mi cámara, compañera fiel de mi mirada. Corrían los años sesenta.

Obsesiones

Cada fotografía es irrepetible (pese a su infinita posibilidad de multiplicación, como ya observó Walter Benjamin); esas milésimas de segundo son ya pasado, y forman parte de la experiencia del fotógrafo. No debería extrañarme de que me sigan seduciendo —algunos hasta la obsesión— los mismos temas de antaño: en mi archivo fotográfico abundan imágenes de las callejuelas tortuosas de la Kasbah de Tánger, que recorrí, cámana en mano, tras las huellas de don Julián; del Estrecho de Gibraltar, apacible y bonanzón mientras no se levantara el furioso Levante; de Granada, desde el mirador del Campo de los Mártires; de Salamanca, desde la ribera del Tormes, entre chopos, álamos y fresnos; de Madrid, acompañando a Ramón Gómez de la Serna por el Rastro; de Nueva York, periplo de una odisea, con Penélope, pero sin Ítaca, porque nunca quise ser rey; imágenes de árboles solitarios en las laderas de los cerros y las colinas; de vagabundos, de parias, de marginados y de excéntricos…

La fotografía: espejo de la conciencia del fotógrafo

La fotografía es el espejo de mi conciencia de fotógrafo. Cada una de mis fotos, más o menos lograda, pero inequívocamente única, es como el relámpago de un flash en mi realidad de artista. Jack London llamaba a sus fotografías “documentos humanos”; las consideraba tan valiosas como sus novelas o cuentos para captar la belleza y la variedad del mundo y sus criaturas. Mis fotografías son momentos congelados en el espacio y en el tiempo de mi vida, registros visuales de una realidad a veces insólita, a veces incongruente, violenta a veces, y siempre múltiple, proteica. Nada más preciso que el objetivo de una cámara para la captura de una parcela de la realidad. Esa realidad no es otra, claro está, que la que selecciona el fotógrafo. Es como si el fotógrafo nos dijera: “Detente y mira. Siente lo que sentí cuando tomé esa foto, la emoción del momento”.

Fotografía y cinema

Decía Virginia Woolf que era bien extraño que se viera mucho más en una fotografía que en la vida real. La fotografía, ese tajo en el tiempo, sincrónica, queda sola, aislada, pero a diferencia del film, no corre el peligro de pasar inadvertida entre las demás. Ya es bastante. Y sin embargo, hay imágenes del cine que, al recordarlas, continúan fascinando: ¿quién puede olvidar la escena donde la Muerte y el Caballero juegan al ajedrez sentados en unas rocas a la orilla de un mar negro y amenazante, en el Séptimo Sello, de Bergman?; ¿quién puede olvidar las primeras secuencias de Muerte en Venecia, de Visconti, con el vaporetto que se acerca a la ciudad entre la bruma matinal, mientras se oye el adagietto de la Sinfonía nº 5 de Gustav Mahler?

Pero la fotografía es también un diálogo con otras fotografías, con las de uno mismo y con las de otros fotógrafos. Cierro los ojos y, de manera aleatoria, desfilan por mi mente algunas de las imágenes que siempre me han cautivado: el retrato de Baudelaire realizado por Nadar, en que el poeta de Les fleurs du mal, con su gesto altanero, parece desafiarnos; el tocón retorcido y carcomido por la erosión del mar y el viento, en Point Lobos, de Edward Weston; la pareja que se besa en un café de París, sorprendidos por Brassai, ese impenitente voyeur; los caballos y el cochero en el terminal de tranvías, bajo una tormenta de nieve en Nueva York, de Steiglitz; el momento decisivo en que un hombre y su paraguas saltan sobre un charco, de Cartier Bresson; la pareja de mirones, de Kertész; la fila de automóviles estacionados a lo largo de una calle de Saratoga Springs, bajo la lluvia torrencial, de Walker Evans; los mineros en Minas Gerais, de Sebastião Salgado, trágica, dantesca; el mafioso asesinado por otro mafioso en un restaurante de Queens, de Weegee; el gigante judío junto a sus padres en su apartamento del Bronx, de Diane Arbus; el gitano, en cuclillas, charlando con su caballo, de Koudelka, y tantas otras.

Fotografía y literatura

En esta presentación, titulada Literatura y fotografía: un diálogo posible, examino —a vuelo de pájaro— las relaciones entre esos dos modos de expresión, desde las primeras publicaciones a mediados del siglo XIX donde la fotografía tiene una función meramente ilustrativa, hasta la aparición de los que podríamos llamar primeros fotolibros, en los que los autores conceden igual importancia al texto y la imagen.

Series y lugares

El tiempo detenido

Ante la contemplación de algunas fotografías, nos invade la tristeza, la melancolía —el punctum del que hablaba Barthes—. Puede sucederle al anónimo que se enfrenta por primera vez a la imagen, como al mismo fotógrafo, que no olvida el momento en que presionó el obturador de la cámara, conjurando las sorpresas del azar, ese duende, travieso y tarambana. La realidad no es sólo el momento en que vivimos, este presente fugaz, perecedero; abarca todos los tiempos y todos los espacios, en un viaje de expansión ilimitada pero sin posible retorno.

Salir con la cámara en ristre es llevar un sexto sentido atento, avizor. Cuando por alguna pejiguera —la prisa, casi siempre— se me olvida la cámara, siento, además de cierta rabia mal contenida, que me he dejado en casa una parte de mi cuerpo. El entorno puede ser el mismo, claro, pero ha dejado de interesarme. No es fácil sustraerse, en esos casos, a la apatía, a la desgana. Y sucede que, por puro hábito, formo, a modo de visor, un rectángulo con los pulgares e índices, y exclamo: ¡Qué buena fotografía sería esta! Hay que resignarse, y, si se puede, regresar a los mismos parajes.

A lo largo de los años, he ido creando un vasto archivo fotográfico: desde los negativos y hojas de contacto en blanco y negro y las diapositivas en color hasta los miles de JPEGs digitales. Para poner un poco de orden en esa marabunda de imágenes, las he ido agrupando y catalogando por series. He aquí algunas de ellas.

Harriman State Park

Tanto desde Monsey, el pueblo del condado de Rockland, donde viví —vivimos— durante treinta años hasta nuestra actual residencia en Valley Cottage, en el mismo condado, por carretera, se llega al Harriman State Park en veinte minutos. El parque, que comprende parte de los condados de Rockland y Orange, abarca cerca de 50.000 acres (diminuto si lo comparamos con el Yosemite o Yellowstone). Sus sus siete lagos —Sebago, Tiorati, Askoti, Welch, Kanawake, Stahahe, Silver Mine—, además de Bear Mountain, Sterling Forest, Perkins Tower, son para mí lugares mágicos, míticos.

Iona Island

Por el Palisades Parkway o por la 9W se llega a Ionaa Island, una zona de marismas y cañaverales, en el mismo Hudson, cerca de Stony Point. Iona Island es un refugio para aves —águilas, cernícalos, ibis, garzas— solo violado por el paso frecuente del tren de mercancias que viene de Canadá.

Todavía están en pie algunos de los edificios de ladrillo que sirvieron de arsenal durante las dos guerras mundiales. Un cartelito advierte que está prohibido el paso, lo que no es óbice para que uno, que basta con que le prohiban algo, quiera hacerlo inmediatamente, salte la verja, linterna y cámara en mano, y explore sus ruinosas dependencias.

Ringwood

Suelo retornar a los mismos lugares de siempre: a Ringwood, al norte de New Jersey, una región de bosques y lagos. Rodeada de manzanos y cerezos, junto a un riachuelo, se yergue la casona de Robert Erskine —magnate del hierro, tan abundante en la zona, materia prima para la fabricación de armas en la lucha contra los británcos durante la Revolución; hierro para forjar esas cadenas enormes que se tendían de una ribera a otra del Hudson para impedir que los barcos ingleses remontaran el río hasta Kingston, la capital entonces. Esa casa que fue asaltada una noche por Claudio Smith y sus bandidos. Violaron a la esposa de Erskine, a él lo degollaron y robaron cuanto pudieron. Smith y sus compinches se refugiaron en una de las cuevas en las Ramapo Mountains, pero fueron descubiertos y ahorcados. Las tumbas de los Erskine reposan no lejos de la casa, a orillas de un estanque donde bogan unos cisnes y sobre las que comban sus ramas cedros y sauces centenarios.

Nubes

Alfred Stieglitz nos dejó una serie de fotografías de nubes: los cúmulos tormentosos, los plácidos estratos horizontales, los mágicos cirros y nimbos, todos siempre en movimiento, como algodón o gasa, conformando rostros de personas y animales. El elefante y el conejo son los que más salen.

Bosques, árboles

Tristeza grande sentí cuando hace tres años a abandonar nuestra casa de Monsey para mudarnos a Valley Cottage tuve que decirle adiós al viejo arce que presidía el jardín y el sotobosque. Me dicen —no he querido volver— que los nuevos propietarios de la casa lo mandaron talar porque van a instalar allí una piscina.

Ríos

Desde el río Tajardán, en la costa atlántica de Marruecos, con su puente de piedra bajo el que pescábamos cangrejos y algún centollo, hasta años después, ante el almighty Hudson, desde su nacimiento en Lake Champlain hasta el estuario, entre Manhattan y Hoboken, en New Jersey. Y por último, el Adigio, que pasa por Verona con jubiloso ímpetu.

Espacios urbanos

Manhattan siempre me ha parecido una construcción mental, más allá de los límites y configuraciones de su misma geografía. Manhattan, abrazada por el Hudson y el East River, es una isla, cofre mítico, caja de Pandora: minaretes de vidrio, pirámides sobre pirámides, catedrales del dólar, templos sin dios: el Empire, clímax del subconsciente de Manhattan, solitario e inexplicable como la Esfinge, Himalaya de acero, torre encantada, niquelada, sin sombras; el Flatiron, envuelto en la bruma del amanecer, aguardando impertérrito el ojo inmortalizador de un nuevo Steiglitz; el Singer Building, primer trampolín para suicidas; el Chrysler Building, con su escamosa armadura espejeante y gárgolas aladas. Manhattan —siempre al borde del desastre, a un paso del apocalipsis— es un espectáculo edvardmunchesco.

El Campo de Gibraltar

Las raíces se llevan dentro, nos acompañan adondequiera que vayamos o donde vivamos. Uno sabe que por mucho tiempo que pase, la primera luz que vieron los ojos no se olvida nunca. Esa luz, diáfana, cruda a veces, a veces suave y envolvente, del Estrecho de Gibraltar, ilumina mis días y mis noches.

Varadas en la Atunara, descansan las barcas pesqueras —Mariel, Eva, Laura— (del contrabando no hablo). Y el toro de domecq, ese símbolo de una España que se resiste a morir, se recorta en el cielo de Tarifa.

Circos y ferias

Nunca he dado una conferencia a lomos de un elefante, como hacía el gran Ramón, pero nunca es tarde. ¡El circo, que viene el circo! Olvidémonos de esos circos de lujo, con tres pistas y grandes pantallas de vídeo. Siempre he preferido los circos modestos, el circo de los pueblos. Una carpa con algún remiendo, un maestro de ceremonias al que no se le entiende nada, y la música, ese redoblar de tambores que culmina en el salto mortal del trapecista con un restallar de platillos. Cada vez hay menos animales en los circos. Lástima no poder aguardar con aviesa expectación el momento en que el tigre, de un zarpazo, descabeza al domador.

De las ferias de Andalucía, siempre tuvo fama la de mi pueblo, la de la Línea de la Concepción. Aquello sí que era jauja: los cohetes, los triquitraques, la noria, el látigo, las casetas de tiro, la tómbola, el Teatro Chino de Manolita Chen. Pero ahora, al final del verano, suelo acudir a otro tipo de feria, llamémosle de época, como la Renaissance Faire, en Sterling Forest, donde se remeda el mundo de la Inglaterra isabelina. La gente, vestida del modo más extravagante, se pasea por la feria, felices y satisfechos de que alguien, sin capa ni chambergo, les haga una y más fotos.

Meditación en la necrópolis: cementerios

La atracción que he sentido siempre por los cementerios no obedece a ninguna perversión necrofílica. Ocurre que mi primer amor nació en un cementerio, en el de San José, de Granada, no muy lejos del Generalife. Se llamaba Marisol, y había muerto muy joven. De noche, solía yo saltar las tapias del camposanto, y me apostaba junto a su sepulcro neogótico para leer las Noches lúgubres de Cadalso.

Recuerdo el cementerio de Bubana, en Tánger, donde, desaparecida la colonia española, francesa e italiana, aquello se ha convertido en un tétrico solar: los chiquillos juegan al fútbol con los cráneos que aparecen tras las lluvias. Ya en Nueva York descubrí el Woodlawn, en el Bronx, donde reposan los restos de Herman Melville, Duke Ellington y Celia Cruz, entre otros personajes. La primera vez que fui, uno de los guardas me vio haciendo fotos, y me reprendió duramente. Tuve que presentarme en la oficinas del cementerio para obtener permiso, tras explicarles que mis fotografías no tenían fines comerciales. Tomaron mis datos personales, y desde ese día comencé a recibir en el correo prospectos en los que me ofrecían desde un panteón con aire acondicionado hasta un sepulcro provisto de videoteléfono.

El sueño de la sinrazón: lo siniestro, lo incongruente

Si en el campo de literatura he gustado siempre de obras como la ya citada Noches lúgubres o los relatos de terror de Poe o Lovecraft, en fotografía soy devoto de Joel-Peter Witkin, macabro y tenebroso. Todavia no he tenido la suerte —como él— de hacer fotografías en un depósito de cadáveres. Las viejas muñecas y los siniestros polichinelas pueblan mis sueños, mis pesadillas.

Tu rostro mi rostro: retratos

¿Quién no se ha maravillado a veces ante la belleza de un rostro? ¿Quién no se ha maravillado a veces ante lo grotesco de un rostro? La variedad es infinita. Y el cazador, como el que no quiere la cosa, se va a acercando discretamente a la víctima y pulsa el disparador de la cámara. No hay pose. Por eso los llamo retratos furtivos. Así que ya saben: cuando me vean llegar con la cámara ajústense bien la máscara porque de lo contrario quedarán desenmascarados.

De rerum natura

No sé cómo ni por qué me he sentido siempre atraído por los objetos cotidianos que me rodean, por los utensilios sencillos de palo o de latón. A diferencia de un Chema Madoz, por ejemplo, no suelo intervenir en la disposición del objeto u objetos. Lo que sí hago es acercarme a ellos desde diferentes ángulos. La fotografía que resulte dependerá, en parte, de la habilidad con que maneje los intríngulis mecánicos de la cámara: la precisión del encuadre, del enfoque, la profundidad de campo y el efecto difuminador de la difracción, el cálculo preciso de la exposición, la adecuada velocidad del disparo y la justa elección de la sensibilidad de la película o sensor.